Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 19 de junio de 2015
Dice el joven Arash Derambarsh que se hizo concejal para ayudar a la gente
y, ciertamente, en pocos meses ha logrado un objetivo que muy pocos creían
posible: que el Parlamento francés se disponga a aprobar en breve una ley que
obligue a los supermercados a donar a organizaciones de caridad los alimentos
con fecha inminente de caducidad y, también, que convierta en ilegal la escandalosa
práctica de estropear deliberadamente esos excedentes para impedir que sean
extraídos de los contenedores de basura por personas hambrientas. Las citadas
empresas contarán con un período limitado para identificar a las ONGS
destinatarias de esa comida que antes procedían a despilfarrar tan alegremente.
Por lo visto el edil en cuestión, que representa a los electores de un
suburbio del noroeste de París, conoció en primera persona lo que era pasar
hambre, coincidiendo con la época en la que cursaba sus estudios universitarios.
Animado por ese padecimiento directo de un fenómeno que cotiza al alza, lanzó
una petición a través de Internet, cuya inmediata acogida se tradujo en más de
200.000 firmas de adhesión. Plenamente convencido de lo escandaloso y absurdo
que resulta eliminar excedentes alimentarios mientras se multiplican los
afectados por una ingesta insuficiente, se ha trazado como meta exportar su
iniciativa a las Naciones Unidas y a diversos foros internacionales. De hecho,
él mismo se ha implicado personalmente, tanto en la recogida como en el reparto
de comida a cientos de vecinos de su barriada, entre los que abundan madres
solteras, jubilados y trabajadores con salarios ínfimos, amén de indigentes y
de asiduos a los albergues municipales.
Se estima que sólo en los países de la Unión Europea se desperdician
anualmente del orden de 89 millones de toneladas de alimentos, unos 179 kilos
per cápita, cifras sin duda escalofriantes y que nos sitúan ante una realidad tan
inasumible como evitable siempre que, por supuesto, existan firme voluntad
política y profunda concienciación social. Paradójicamente, tan deprimentes números
contrastan con la estadística de 795 millones de mujeres y hombres que carecen
de lo mínimo para su supervivencia digna y que, aunque sea duro de admitir,
habitan en el mismo planeta que los despilfarradores.
Los países occidentales dilapidan casi la mitad de sus alimentos, no porque
no sean comestibles sino porque, en muchas ocasiones, no presentan una imagen
atractiva a ojos de los consumidores. Es urgente, pues, hacer un llamamiento al
uso responsable de los recursos globales. Si nos tomamos en serio este reto,
podremos provocar los cambios necesarios para convertir el despilfarro de
comida en una costumbre socialmente inaceptable. El primer paso debe ser llenar
el carro de la compra de forma adecuada, adquiriendo lo estrictamente necesario
y no cayendo en manos del consumismo ciego. A renglón seguido, convendría
limpiar los platos en su totalidad, sin dejar restos en perfecto estado que
acaban en el cubo de la basura. Tirar nuestra comida a nivel doméstico equivale
a arrancarla de la boca de los más necesitados a escala mundial.
Intermón Oxfam, por ejemplo, ha
presentado este año un informe en el que denuncia que dos millones de
españoles, víctimas de la crisis económica, pasan hambre en nuestro país. Nada
más y nada menos. Y muchas organizaciones humanitarias están constatando que es posible
aumentar la disponibilidad alimenticia de los países subdesarrollados
invirtiendo cantidades de dinero relativamente pequeñas para crear
infraestructuras y asegurar que los productos no se pudran y lleguen a sus
mesas en condiciones adecuadas.
Además, en algunos territorios como el noruego han introducido una medida muy
curiosa, que consiste en animar a las grandes compañías alimentarias a competir
entre sí para aparecer a los ojos del mundo como “la que menos desperdicia”. Ojalá a este lado del continente les imitemos y entre todos demos carpetazo
a este mal hábito cuanto antes. Campañas tan valientes como la de Derambarsh
son una muestra admirable de lo se puede lograr con cabeza y, sobre todo, con
corazón.
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