PARA MI MADRE Y PARA MI HIJO MIGUEL,
QUE ESTÁN DONDE ESTOY YO.
"Mi mamá me mima"
Lo supo desde siempre, desde cuando alcanzaba su
memoria. Sentada en una cama cubierta por un edredón de tonos claros, con
pespuntes de hilo formando cuadros y rombos elegantes y perfectos. Con el pelo
castaño recogido en una coleta, el pijama de franela y la mente inquieta a la
búsqueda de paraísos por descubrir. Allí estaba la llave de todos los
misterios. Era esa la clave del futuro, la senda por la que habría de alcanzar
la felicidad eterna, la compañía perpetua, la respuesta a todas las preguntas.
Un libro de cuentos. Pocas palabras. Muchas
ilustraciones. Una de ellas, la de una bruja tan hermosa como malvada. La
encarnación del mal envuelta en la belleza formal más inalcanzable. Vestida de
negro y maquinando las peores perversiones destinadas a ese mundo infantil que
ella habitaba. Un mundo de madres buenas y padres trabajadores, de olor a
limpio y a comida recién hecha, de besos y abrazos a todas horas. Cuánto amor
recibido. Cuántos recuerdos con los que construir una vida para ser contada y
compartida.
Lo intuyó con meridiana claridad, como si lo viera en
una bola de cristal. Las palabras serían su salvación, aunque tuviera que pagar
por ello el precio de las pesadillas nocturnas. Aprender a leer lo cambiaría
todo, porque desde ese momento el universo en pleno estaría a su alcance. Por eso no se quejó cuando la volvieron a
llevar, a pesar de sus protestas, a aquel inmueble sombrío y lúgubre en el que
vivían los tíos de su madre, un matrimonio sin hijos formado por una maestra y
un relojero que, emigrados del pueblo, habían decidido instalarse en la capital
para afrontar los últimos años de su vida. Acercarse a sus rostros era una
experiencia de ultratumba. Al de ella, porque el vello facial pinchaba con contundencia.
Al de él, porque estaba siempre al borde de la congelación.
La casa invitaba a la huida desde el mismísimo
entorno del portal, en una calle empedrada del Casco Viejo. Destacaban el penetrante
olor a humedad y el ruido peculiar de la madera al resquebrajarse, peldaño a
peldaño, rellano a rellano. Los problemas respiratorios de la anciana la
condenaban a continuos vahos de mentol y, a veces, los catarros del Norte, las
toses y las flemas, la sepultaban en una cama estrecha y vetusta. El colchón era
incómodo, de los que conservan la huella corporal del yacente, y las mantas de
lana, excesivas. Su marido, calvo y poco agraciado, no había nacido para ser
anfitrión. Provocaba en las visitas un hondo rechazo con aquel ojo de mentira,
una lente gigantesca que encajaba bajo el párpado derecho para aumentar el
tamaño de las piezas minúsculas de los relojes mientras les hacía la autopsia.
En medio de la estancia, se alzaba un barreño lleno
de agua donde ponían a remojo la ropa sucia con un chorro de lejía y, sobre un
mesa marrón, reposaba un molinillo de café que la cría ya no volvería a ver en
ningún otro lugar. El sonido de la molienda alternaba con el de las
expectoraciones de la anciana. La cocina de leña, además de para cocer las
verduras y las frutas, les servía también para, a duras penas, caldear el
ambiente. Menudo frío hacía en los inviernos. Y en los otoños. Y, qué demonios,
también en las primaveras. Porque en cada estación las visitas de las sobrinas
se hacían ineludibles, acompañadas inevitablemente por sus hijas, las nietas de
su hermana mayor.
Ella no tuvo hijos pero, a cambio, pudo estudiar y
exhibir un nivel intelectual inalcanzable para el resto de su inmensa familia. Maestra
Nacional. Con mayúsculas. Así rezaba el título enmarcado que colgaba de la
pared del dormitorio. Una lotería impensable para el resto de sus incontables
hermanos, vivos unos, muertos otros. Algunas solteras. Otras monjas. Otros
frailes. Otros militares. Y, finalmente, los que se hicieron cargo de las
tierras y las que se dedicaron a procrear. La España de antaño, que la vio
nacer en el fatídico 98, el de la pérdida de Cuba, el de la cuna de una
irrepetible generación de escritores de la que Benito Pérez Galdós fue el
abanderado más insigne.
Y se obró el milagro. “Acércame a la niña a la cama”,
le indicó a su hermosísima mamá. “Hoy voy a enseñarle a leer”. La pequeña se
acercó temblorosa. Su cuerpo minúsculo no llegaba a los cuarenta y cinco meses
y se perdía entre los excesos carnales de la septuagenaria, que colocó la
cartilla sobre las piernas y el dedo índice sobre la página de inicio. “A de
araña”. “E de elefante”. “I de iglesia”. “O de ojo”. “U de uña”. La “m” con la
“a”, “ma”. “Mi mamá me mima”. Así, una tarde y otra. Y otra. Y otra. Leyendo
cuentos completos. Fascinada por las historias. Abonando gustosamente al hada
pérfida el peaje nocturno de unas alucinaciones que caducaban al amanecer.
Pero feliz porque, de pronto, su condición de
unigénita se había visto transformada para siempre. Nunca jamás le iba a faltar
la compañía. Ya se encargarían todos los prohombres de la literatura universal
de acompañarla en su encrucijada de caminos. Los latinos y los griegos. Los
europeos y los americanos. Los clásicos y los modernos. Los poetas, los
novelistas y los dramaturgos. Los atormentados y los sosegados. Los creyentes y
los ateos. Ellos y todas sus historias. Su dolor. Su pasión. Su corazón.
Un regalazo Myr. Para ellos y para todos nosotros que podemos disfrutar de tus letras.
ResponderEliminarMil besos enormes y presanfermineros.
Muacssss.
Y para mí, que he sido bendecida con el amor y la amistad de muchos ángeles que me guardan, en el cielo y en la tierra. Tú eres uno de ellos.
ResponderEliminarMil gracias por acompañarme en estos días tan especiales, de ausencias a ratos insoportables y de presencias que dan pleno sentido a mi vida.
Tal vez vaya siendo hora de ESCRIBIR.
Siempre besos.
MYRIAM
MUCHAS FELICIDADES DE NUEVO, MYR: por un año más y por todas las cualidades que te embellecen tanto en el paso de los años. La sensibilidad y el amor a las palabras se funden en ti en una perfecta combinación de la que nace una belleza que emociona. Ya ves cómo me inspiras y cómo inspiras a tantas personas que tenemos la suerte de tenerte en nuestras vidas.
ResponderEliminarTe quiero, amiga.
Rose
Gracias a ti, amiga del alma, por ser y por estar, hoy y siempre. Tu cariño y tu ejemplo de vida me acompañan.
ResponderEliminarY yo sí que me siento afortunada de que formes parte de mi universo. No cabe mejor regalo en este nuevo cumpleaños que celebro con inmensa alegría.
MYRIAM